SUBE

SUBE es un conjunto de textos que hablan de viajes, viajes interurbanos, viajes a otras ciudades, viajes internos. Siete paradas, siete textos que van entrelazando una manera de contemplar que se convierte en un lugar para habitar. En una prosa poética el espacio es atravesado constantemente por la indagación sobre el sentido de la realidad. Los paisajes son barrios, calles, ciudades, que recorremos en colectivo, en subte o simplemente imaginando. Desde una mirada contemplativa el viaje es también interno y en ese desplazarse los significados van transfigurándose para alimentarnos con nuevas experiencias sensitivas. En esa búsqueda el tiempo y el espacio son fronteras a ser derribadas por la curiosidad de nuestros cuerpos.

 

Prólogo

Se escribe para no enloquecer, para retomar un hilo determinado de la soledad y no perderse en el océano. A veces no queda otro camino que el de escarbar, desenterrar, no sólo la historia de nuestra vida, los recuerdos. Desenterrar una roca con inscripciones que son familiares y a la vez extrañas. Familiares, porque al tocar sus relieves nos transmiten una doble sensación de completitud con el universo, de conexión y otra de vértigo, una sensación de parálisis atenta, como cuando se tiene que hacer algo urgente pero no se sabe qué.

 

Escribir en cualquier momento. Escribir a la mañana, con el sol entrando, durante la lluvia. Escribir a la noche, en un bar, en una plaza. Durante una asamblea, en una clase, en el colectivo, en una fila. Escribir para espejar, para salir, para irse, para recordar. Escribir para entrar. Escribir en lo inhóspito, en la soledad del paisaje, entre las rocas, el viento, las sierras. Escribir y hablar con los recuerdos, sacarlos de cajones de la tierra, de abajo de la almohada. Escribir hasta que se acabe la tinta y seguir escribiendo hasta que la lengua empiece a desperezarse y salgan las palabras, sentidos, trayectos de los cuerpos escritos de pie a cabeza, los ojos, párpados que abren, ven el cielo, la sierra. El viento pasa como un zorro y los cierra.

 

1 - Liniers

Vuelvo a Liniers, siempre de paso. Desde arriba del puente de la General Paz se ve la cruz azul de la iglesia San Cayetano. A la derecha la vía es una promesa que termina en Castelar, Haedo o Ituzaingó, o más lejos aún: Merlo, Moreno. Se abre hacia el oeste con un cielo mordido por un montón de cables.

 

En la parada del 185 está el mismo remisero de hace 10 años. Trabaja con la gente que sale del Bingo. Está frente al kiosco de al lado, apoyado en su auto. Pienso en la permanencia. Hoy recorrí lugares de mi pasado, sin intensiones de repetir vivencias, sólo para mantener una red fina de lazos de confianza, sostener un recuerdo, una promesa de volver. Como si dependiera de mi voluntad la existencia de otras personas en mi vida.

 

Ahora el tipo pasa a mi lado. Remís, Remís grita. Pienso que un hombre sólo es imposible, que él también teje una trama en la cual se sitúa como un nudo de un tejido más grande. La permanencia es algo que se teje. También pienso en que no me reconoce, yo para él soy alguien más. Está vestido de marrón, desde los zapatos hasta una camisa a cuadros y rayas gruesas que desborda del chaleco sin mangas, también marrón. El pelo blanco y corto, como de policía retirado, anteojos y un caminar lento. Puedo tomarme un remís, hablar un rato con él, dejar una huella en otra persona y en mí. Los recuerdos que nos viven son tenues y siempre construyen una derrota dulce.

 

Sale alguien del bingo y se acerca al auto. También llega mi colectivo doblando desde Rivadavia por debajo del puente, ese colectivo que lo único que debe haber conservado de la época en que me lo tomaba a diario es el número y el recorrido, cosas abstractas, aunque las calles hayan cambiado por completo. Ahora estamos sobre la línea del tiempo, que todo lo desencaja.

 

Entonces sé que nada se repite, sólo lo que dejamos ir de nuestra memoria. Miro por la ventanilla con los ojos de un niño en su primer viaje en colectivo.

2 - Dopar

Lo que compramos lleva dos meses en la heladera. Igual no lo sacamos por las dudas. Nos sentamos y las lenguas, los sonidos, cocodrilos negros buscando un diamante en el río. Nuestros cuerpos no. Están quietos todavía. Si se los ve desde la terraza del vecino ambos disparan líneas con una intersección a diez metros sobre nuestras cabezas.

 

Estoy clavado en un pensamiento que no dejo de escuchar como una lluvia de fondo. Tu boca se abre y cierra y mi deseo es agua que humedece la parte interna de mis venas. Si bien el morbo tiene una imagen final hacia la cual dejarse naufragar, estamos tirando todas las cosas que encontramos en medio de los caminos que tocan nuestros pies desde el piso. Jugar a echar palabras a un fuego entre nosotros, doparnos de sonidos, de comida, de bebidas. Doparnos, doparnos, doparnos, doparnos.

 

Y recién en ese derivar en el aire, como en medio del agua, dejarnos llevar. Es un río de noche tu cuerpo, un río oscuro y a veces hago pie, a veces no. Sumerjo la cabeza después de tomar un poco de aire. Me zambullo y hurgo los rincones hondos del lecho. Rocas, barro, pies, dedos, piernas. Ahora respiro, trago el agua y abro los ojos.

 

Estoy parado en una roca. Un río de estrellas pasa encima mío. Es un lago con peces brillantes en el cielo. Tu cuerpo está de espaldas en otra roca, como abrazándola. Espero que despierte y choque contra mí. El océano sube queriendo tocar la luna, una ola imperceptible para el ojo provoca un mareo en nosotros. Nadamos desesperados y desnudos hasta tocarnos, nos abrazamos, nos besamos, nos mordemos, nos sacamos la piel con las uñas, nos sumergimos y el ruido de las olas se hace un espacio totalmente blanco.

 

Estamos en una habitación donde se proyectan imágenes y estoy acostado con la cabeza entre tus piernas. Vemos las luces anestesiadas aún. No puedo ver tu cara, y tu cuerpo es como el de un robot, por lo quieto. Entonces pienso que no sos vos y voy a buscarte al cuarto, abro la puerta y no puedo entrar, hay un vacío de tormenta con un mar abajo. Y nosotros ahí, entre las olas, arrancándonos, abriéndonos en sangre al viento. Construyendo un huracán desesperado con los pedazos de nuestros naufragios.

 

3 - Plaza de mayo

Me encontré con vos en el subte, yo leía un libro sobre la rosa prisionera de Absalón Opazo, un autor chileno. Escribió el libro entre Valparaíso y Bs As. Una resignificación de la matanza de pueblos originarios. Otra forma de pensar lo cultural en el territorio como forma de liberación. Poesía. Vos subiste al subte, y yo leía haciendo resonar las palabras en mi boca. Soñé con un viaje a Uruguay, con rasgos latinos como retazos de un cuadro oscuro de Guayasamin.

Vos entraste medio apretada y acomodaste tu cuerpo en un costado de los asientos, como en un tetris. Un hombre te habló o te miró tiernamente y cayeron otras formas celosas o violentas de vernos en el mundo. Una batería de miradas sobre el cuerpo delimitado, definido, catalogado y dispuesto para encajar en lo normativo. No quiero extender el encuentro, quiero abrir la vivencia para entender que no somos sólo huecos, que hay redes y caminos diminutos que nos besan.

Estaba ahí, dejando mi cuerpo colgado y pidiendo algo que me choque, que me hable. Estuve toda la mañana preguntándome por la magia. Dormí soñando con un sueño que tiene la edad de mi sexo y lo vi transformarse como la tierra, leve y profundamente. Había ido a besar la ruta frente al ex-prostíbulo donde alguien puso carteles dando fuerza a las mujeres fuertes para que no caigan en la tentación, y una foto detrás con una mujer en el piso, las piernas cruzadas, una minifalda, la cara tapada con las manos y unas medias negras de red. Todo eso y el colectivo que tenía que venir, y la camioneta que no me dejaba ver la ruta. Que si venía primero el TALP, que si pasaba por Plaza de Mayo.

Pongámoslo de otra forma: yo estaba abierto antes de subir al subte. Cuando bajé del 55 en Primera Junta, pensaba si no me veía raro, si no estaría siendo raro. Había viajado en el asiento de atrás a la izquierda, recorrido ruta 3 desde San Justo hasta capital y luego Mataderos y Floresta, Flores, Caballito, todo sin ver nada porque estaba en un poemario de Lhyn y viendo de reojo a unas chicas de 14 años que no paraban de reírse y molestarse, una de las chicas con el pelo afro muy largo. Y yo las miraba porque eran casi lo único vivo en ese colectivo. El resto estaba encajonado en los asientos, personas inmersas en una conversación sin materia. Arregladas con una serie de elementos dispuestos para gustar, para gustar sin hablar, sin interactuar. Las chicas estaban vivas y se divertían, yo no quería incomodarlas, sólo quería verlas reír. Me bajé, crucé al subte y esperé un poco. Y otros cuerpos también, parados, sentados, con historias en la piel, con marcas, con un devenir que nos trajo hasta este momento, que siempre es de paso y tiene mucho de pasajero, pero no por eso es menos tajante.

Y si te hubiera dicho todo esto tampoco sé si me habría servido para algo, estaba leyendo un libro de poesía. Vos me viste que estaba leyendo y te habrá picado la curiosidad. No podía leer más de un par de poemas y cerrar el libro, dejar que esas imágenes, esos sentidos entraran a mi cuerpo, me alimentaran. A cada poema le toca un silencio detrás que lo guarda en un cajón. La mano que lo vuelve a sacar tiene que parecerse al viento que soplaba entre las calles esa mañana. Después de tres o cuatro estaciones me preguntaste si podías leer un poema, y yo te esperaba, porque el poema que marcaba con el dedo era hermoso para ser leído, y te dije: ¡leé este! Y ya no sabía si era una imposición sobre tu deseo o una propuesta de rosa que íbamos brotando de los cuerpos llenos de ropa de invierno. Lo leíste y leíste otro, y yo estaba expectante, la gente alrededor del subte miraba aunque no mucho y yo pensaba, ¡tan fácil es! Hablar, preguntar, pedir, romper esa barrera invisible, fuera del desquicio de ser lo que se debe, lo que cuadra. Había algo de magia en el ambiente. De nuevo la poesía agita su corazón al aire. Pienso que el río, el cielo, están descansando uno sobre el otro, no muy lejos de acá, sólo esperando que pase este momento. Que vengas de nuevo con tus piernas de América del Sur, con tu sueño africano de fuego de tambor, con tus libros, tus letras, a besar mi arena.

4 - Barrio hipódromo

 La señora de la esquina tiene el pelo del color de la ceniza. Va entre los autos con la mano extendida, un saco que cubre hasta la mitad de sus piernas y una pollera larga con textura. Tiene la cara flaca, angulosa. Pide monedas en el semáforo. El valor de la moneda cayó bastante en estos años por la inflación. Hace unos años sacaron la moneda de dos pesos, un poco más grande y más pesada que las otras. Quizás ahora se estile dejar un billete de 2$ o de 5$. Antes, cuando venían a pedir en el tren, con un papelito escrito, les daba una moneda de 25c. Los que piden monedas no tienen un gremio que negocie el 30% de aumento anual.

La mujer de la esquina recibe una moneda de 2$ con la mano derecha y la imagen que se nos viene a la cabeza es una mano con la forma de un plato hondo, un poco más chico, y la piel en algunos lados lisa, como lustrada, en otros descascarada, agrietada. La cara igual y un murmullo de palabras que no se entiende si están para no asustarnos o para envolver cualquier tipo de reacción adversa. El otro día la encontré en el supermercado. A la vuelta de casa está uno de los más baratos. Llevaba pocas cosas, unas galletitas, ya no me acuerdo, un jabón? un paté? Alguna lata de algo y un par de cosas más, cada uno de los objetos, o productos, en una bolsa distinta y en otra bolsa las monedas con las que paga. Cada bolsa es como esas palabras que dice, envuelven la mirada. La cajera la mira con una pequeña musculación en la cara que denota un sentimiento que muta entre el asco, la vergüenza, la lástima.

La mirada de la mujer de la esquina es una bolsa blanca que sube con el viento de la avenida, delante del cielo gris, y cae lentamente como la luz del sol cuando se escapa detrás de los edificios mudos.

 

5 - Hoy no

Hace días que un pequeño hilo de agua se insinúa en la pared, cerca de la ventana de la cocina. La luz de la lámpara se refleja en el hilo, le da vida. Es la lluvia, llovió todo el sábado. La vecina de abajo nos mandó un mensaje porque se le descascaró todo el techo. El techo en nuestro departamento no se está descascarando pero apareció una pequeña aureola en un rincón cerca de la puerta. Me tiro en la cama, el techo de la pieza no tiene aureolas, está blanco. No sé si escuchar lo que pienso en este momento o intentar registrar un paisaje de lo que soy, techo blanco, vacío, distancia.

No puedo seguir así. La cama está empezando a tener mi propio olor. En el patio interno la enredadera trepa hasta el techo, ya casi no hay lugar. Voy al baño, acá no hay aureolas, sí un millón de puntos negros, hongos chiquititos. Me miro al espejo. No puedo seguir así. Me siento en el inodoro sin sacarme el pantalón, usándolo como asiento. Es el momento en que no quiero pensar en nada y no puedo, tengo que masticar todo junto sin preguntarme. No sé porqué pasó todo esto, hace rato que no me recrimino, que no me digo “Estás haciendo mal esto”, sólo actúo, siento.

Hoy no, no al sonido del tren de las 7:33hs, no a la cadena de la bici oxidada que se sale exactamente cada 15 cuadras, no a la ventana del 214, no al saludo del vecino de abajo puteado por la vecina por no pagar las expensas, no al ruido de la fotocopiadora sacando lenguas de papel, no al equipo de música que repite un pasado que nada tiene que ver ahora conmigo y tiene tu huella en sílabas blandas con cuchillos, no al alcohol, al cigarrillo, a cualquier cosa que me ponga peor, que me canse, no a todas las miradas de la calle tirándose contra mí, no a seguir buscando una razón para levantarme. Dejo de pensar, no pienso, niego, niego el recuerdo de tu piel en mis dedos, niego tu voz.

La vecina me toca el timbre de nuevo, tiene el techo peor, está podrida, se pone las manos en la cintura, se arregla el pelo nerviosa, resopla. Caen gotas al pasillo desde el plafón de la luz, le cae una gota en la nariz, rompo el tiempo, veo llegar lenta la gota y caer sobre la nariz, ella pone sus ojos vizcos y se pone más nerviosa, se enoja. Veo todo eso, no todo va a quedar en mi memoria, no me importa. Ella se va.

Desde ayer a la noche que no llueve, pero el techo no mejoró. Pensé que se secaría pero está peor. Voy a buscar la llave de la terraza en el potecito que está entre los libros. Subo por la escalera, la pared está descascarada, corro los colchones del vecino de en frente y abro la puerta. La terraza está inundada, llena de agua, es una pileta enorme con cosas flotando. Me saco las zapatillas, meto el pie, el agua me llega hasta el tobillo. Busco la salida de agua, no la encuentro, hay unas maderas con hongos rozados flotando, sillas oxidadas sin asiento, pedazos de maderas podridas tiradas. Acá debe estar la salida, empiezo a raspar el cúmulo de maderas y hojas y de repente se arma un torbellino muy fuerte que estira un zumbido. Los pedazos de madera se parten contra la rejilla y de a poco comienza a bajar el agua. Voy hasta la pared, apoyo mis brazos, veo el techo de la estación de tren, hacia el otro lado edificios al fondo, el sol se refleja en unas nubes, detrás de otras grises. Sólo quiero mirar la tarde hasta vaciarme.

6 - Aeroparque

Llego al divisadero a las 16:15. Arriba el cielo recortado por lenguas de nubes. Me tiro a descansar, escuchar a los pájaros, su canto leve que cala el cuerpo. Estoy estaqueado, en el suelo, escuchando. Cerca de mi cabeza se entreveran las raíces de los árboles. Se entierran en un movimiento algo simétrico al que sube, un tejido de venas. Las raíces se aferran a la tierra bajo mi cuerpo. Estuve solo estos dos días, recorrí la ciudad buscando algo sin saber qué. Estar acá es navegar una comunicación entre mi cabeza y lo que está afuera. Lo que reposa en un espacio común. De alguna forma todo viaje es hacia adentro, escarbando. En estas ciudades, bajo cielos nuevos, soy un desconocido, un dato temporal del paisaje. Este estado de aparente inexistencia me da la posibilidad de negar a su vez a la ciudad, borrar los contornos que la separan de mí, de inventarla. Voy perdido entre personas, buscando significados en las letras de los carteles, huellas que uso para armar una historia subyacente. Al inventarla me siento hablando frente a un espejo en el cual se reflejan mis pensamientos y mi pasado. Me quedó claro cuando tomé ese libro que había cerrado por última vez hacía mucho tiempo. Al abrirlo cayó al suelo una foto en la que estábamos con los abuelos. Éramos pequeños y estábamos a upa de ellos en la vereda. Nuestra foto ahora estaba viajando en el piso del tren, envuelta en ruidos y ráfagas de luces que entran por la ventana. Es como viajar hacia el pasado, los recuerdos son lugares que el tren deja atrás.

No entiendo el lenguaje de las personas que viven acá. Ayer una señora me gritó algo mientras pasaba frente a mí. Su cuerpo parecía un territorio opaco. Me hubiera gustado saber qué me dijo en ese momento, hubiera querido escucharla hablar con su hija, con una voz que la atravesara por algún rincón. Después me señaló el piso, se me había caído el pasaporte Recién entonces volví mirar a esa cara blanca y redonda, con ojeras leves y ojos cansados.

Reposo en el suelo hasta un vacío de puerto, hasta un retiro en el que me siento en un movimiento de caída hacia abajo. Comienzo a sentir un mareo leve que crece. Me paro y comienzo a caminar hacia el hotel. En la recepción hay pocas palabras puestas en juego, casi las necesarias. La extranjería parece tratarse de esto, oscilar entre lo necesario, problemas específicos y casi siempre nuevos, y el tedio o la calma de un reposo con un único movimiento hacia adentro. Siempre es difícil el comienzo de la noche. Sentir el día irse, me recuerda a un sentimiento frustrante del pasado. Hace un rato el azul del cielo fue un imán para mis ojos, me llenó de una calma sin límite, luego vino la angustia. Tengo que habitar esta tierra, que gozarla, un tener aferrado a un futuro en el que me imprima como una persona en un lugar, una ficha en el mapa. Una raíz en la tierra. Hay gente liviana como nubes, flota entre puntas, recorre distancias sin cansarse. Hay otras como árboles, como animales pesados, como pájaros.

Estoy en el comedor del hotel, en la tele un programa de Rally con camionetas 4 x 4. Escucho a una pareja hablar en mi idioma, es imposible no prestar atención a las palabras que producen un significado en mí, en mi cuerpo. Me gustaría cerrarme dentro mío, pero esas palabras son iguales al Rally de la televisión atraen mis ojos que se curvan hacia la mesa. Son también extranjeros, tal vez vinieron de visita.

Pronto el viaje terminará. El silencio apretado, sentado durante horas, va a caminar por palabras nuevas. Tomo la cámara para registrar un presente, guardarlo, olvidarlo, oírlo susurrar algún día, hoy, como el muro de un arroyo desovillándose. Las palabras son lo que me viste, el cigarrillo una excusa para caminar. La calle tiene una memoria ciega y vuelvo en pasos a una raíz que se esparce en las líneas de mi palma.

¿Habrá tiempo para algo nuevo después de caminarse hasta el fondo?

7 -La escarcha

 La última vez que vimos una escarcha como ésta debe haber sido hace como 10 años. Por la mañana el blanco llegaba hasta 15 ó 20 cm por encima del suelo. Puede uno esconderse en esa nube. Claro que lo mismo pasaba en la época de nuestros abuelos. No sabemos bien porqué pero en esos años el agua en la superficie de los charcos o en los cordones se congelaba y uno tenía que romper la capa de hielo de algunos centímetros de alto para llegar a la parte líquida. Dicen que en el campo sigue pasando lo mismo. Yo creo que no es una cuestión de tiempo ni de lugar, que es una mezcla. Allá en el campo sigue siendo el pasado, y como la escarcha pertenece al pasado allá pasa más seguido.

En la ferretería, la señora de la oficina de la Municipalidad, el ferretero y el que trae los pollos de la granja hablan de la escarcha. Mucho tiempo sin ver algo igual, qué frío está haciendo, etc. El tipo de la granja dice algo poniéndose muy serio, casi como de forma violenta. La madre del ferretero que está en la caja habla de la escarcha con los ojos bien abiertos, como de asombro. Parece realmente interesada en ese tema. Es el tema único de la charla salvo por un momento en el cual el ferretero habla de los políticos que tienen que ir todos en cana por chorros.

La escarcha es un fenómeno natural que este invierno se impuso como si fuera una moda. Para verla uno tiene que levantarse muy temprano, a las 5 de la mañana. Nosotros, en estos 10 años sin escarcha, deambulamos como planetas perdidos alrededor del mar. El mar de fondo que sube a la arena y su temperatura, su sonido, que sube como otra ola en la ciudad, trepa los edificios y llega como una brisa leve a la ruta. ¿Qué hicimos en estos años en los que no hubo escarcha?

La memoria no diferencia entre días similares, no recuerda qué mate nos tomamos el lunes, cuál el martes, cuando todos los días nos despertamos en el mismo horario a poner la pava. La memoria no se estaciona en ningún punto que esté en medio de la rutina, la concibe como un todo, como una acción única, maleable pero uniforme, como un pedazo de arcilla. Igual siempre pasan cosas que son como puntas de un ovillo, hay nuevas miradas, una esperanza de que algo se está moviendo de lugar, pero no porque esté mal esta calma. Acá despertamos como si hubiéramos dormido bajo el mar. La marea mece nuestros sueños y cuando nos levantamos nos queda ese vaivén en el cuerpo hasta que el sol lo mata. Acá cruzamos calles y vemos el mar que es una metáfora de muchas palabras. Es donde se escapan nuestros miedos, en esa inmensidad que trae caracoles a nuestros pies para comunicarse con nosotros. Acá no podemos decir que no vivamos felices, pero a algunos nos parece extraño no recordar nada desde la última escarcha hasta hoy. Es como si hubieran borrado nuestra memoria.