Agujeros Negros

«Dios no sólo juega a los dados con el universo:

a veces los arroja donde no podemos verlos»


Stephen Hawkins, La historia del tiempo.

I - El sol entra por la ventana y se estrella bajo la repisa donde están los libros con su rincón de sombras. La luz es antigua, viene como desde la infancia. Tomo el libro, leo el título “Con otra gente”, de Conti. Voy a andar un rato con la bici, a caminar, necesito un respiro. Llego al parque y me tiro un rato en el pasto, cerca del lago. Parece domingo pero sin tanta gente como los domingos. Abro el libro, “Como un león”. Después de un rato lo dejo en el piso. Me relajo, escucho llegar los sonidos desde lejos. Veo el separador que está en el libro, es un pedazo de hoja con un número detrás. Era el número de la casa de César. ¿Qué será de César?

II - Pensaba, mientras corría el sillón de lugar y lo ubicaba al lado de la ventana, justo en el lugar donde más pega el sol, en cómo el tiempo avanza. En eso pensaba, y el sol me daba tan fuerte en la piel, que creí que todo iría a explotar. “Que explote”, me dije. “Que desaparezca todo”. Sentado en el sillón, con las manos bajo la nuca, los pies sobre el banquito verde, las piernas cruzadas debajo del libro, me puse a leer. Pensé en el origen de las cosas. En el origen de nuestras experiencias. Como el niño que se empeña en recordar el mismísimo momento en que nació, no recordamos el origen de aquel deseo o de aquel sueño que confundimos con un recuerdo que nunca existió. Aquello que creíamos haber vivido, y que en realidad sólo hemos imaginado o hemos visto en la vida de otro. Agujeros negros. Un lugar transitorio, una pérdida de la conciencia. Y ahí estás vos, Javier. Pienso en dónde estarás ahora, qué será de vos.
Quince años han pasado y tu recuerdo me persigue, incluso me atormenta, se infiltra entre la maraña de sensaciones y pensamientos cuando voy en el colectivo, cuando estoy con otro, cuando estoy en el río, cuando sólo estoy sentado con el sol lastimándome como tu recuerdo, o cuando veo alguna película rara de esas que vos mirabas, como esa que tanto te gustaba. Yo no sé qué me han hecho tus ojos, pero nunca los volveré a ver, pienso.

III - Íbamos al mismo club, en realidad lo conozco de antes. Antes jugábamos a la pelota, de chicos, en la placita del barrio. Yo tendría unos 16 años y él 11 ó 12. Siempre venía el hermano y él detrás, más bajo e inquieto. Tengo pocos recuerdos de eso. Lo recuerdo dándole un puntazo a la pelota, corriendo de un lado a otro de la cancha y pidiendo un pase. Los recuerdos antiguos se mezclan con otros ingredientes de mi fantasía, son imágenes fragmentadas. Yo siempre iba al arco, me gustaba atajar, pero me mandaban por gordo. Es como si hubiera en la cancha un lugar para cada cuerpo. Pero ya estábamos más grandes cuando nos volvimos a conocer. Yo tendría unos 24 ó 25 años y él 18. Íbamos al mismo club, él jugaba al fútbol, yo hacía natación. Hacía pileta libre, iba poca gente en ese horario, tenía la pileta para mí. En el agua me sentía volando, cero quilombo. En esa época tenía la cabeza comida con mil cosas y el agua era entrar a otro mundo, me sumergía y era yo adentro mío. Estaba nadándome.

Me acuerdo cuando lo vi en el club, entrando con los botines a la cancha, las medias largas, las piernas fuertes, se movía de un lado a otro. Lo vi jugando y pensé ¿De dónde lo tengo a este pibe? Al rato me cayó la ficha: era de la placita, y jugaba en la misma posición. Qué lindo estaba, el pelo un poco largo, medio revuelto, me quedé quieto mirándolo. Un día estaba entrando y justo él terminaba de charlar con alguien; lo paré y le dije que lo conocía, de la placita; le pregunté cómo estaba, qué andaba haciendo. Estaba terminando el secundario, era un pibe, y jugaba en la sexta del club. No éramos los mismos pero en algún punto nos reconocíamos buscando la complicidad de la niñez. Nos cruzamos varias veces en las que nos saludábamos amablemente y nada más. Pero yo no resistía y a veces me iba a ver el entrenamiento un rato antes de ir a la pileta, le clavaba los ojos. Me estaba obsesionando con él. No, no era una obsesión, más bien era una salida a la obsesión que era mi vida, al bardo, al quilombo. Lo veía a él, pendejo fuerte, que podía llevarse todo por delante, me quedaba quieto mirándolo. Una de esas veces fui a ver el partido, lo seguí con la mirada, deseándolo con todo mi cuerpo. Me vio y no pude esconder que lo estaba comiendo con los ojos, ahí me fui a la pileta. Él entendió, estaba todo dicho.
Esa tarde justo después del partido fui al vestuario. Yo salía de la pileta y él estaba con el resto del equipo, hablando. Hice tiempo, me metí en un baño y esperé. Cuando vi que iba a las duchas fui detrás de él. Las duchas eran individuales pero no tenían cortina, entonces entré a la de enfrente para poder mirarlo. En ese momento lo único que pensaba era en llevar ese deseo hasta el límite, disfrutaba el golpeteo de mi corazón y ese calor que llega al pecho como una llama.

IV - “Sostiene Pereira que lo conoció un día de verano. Una magnífica jornada veraniega, soleada y aireada, y Lisboa resplandecía”. Leo. Entonces me doy cuenta de por qué me acordé de vos en este día de verano sofocante, aplastante sobre la ciudad casi desierta de almas que han huido, como todos los veranos, hacia lugares más acogedores. César conoció a Javier un día de verano, pienso.
Cuando era un muchacho de 19 años mi mamá y mi papá, empecinados en que dedicara mi tiempo a algo más productivo que estudiar en Bellas Artes, me convencieron de ir a entrenar al club. Se puede decir que yo era algo así como un potencial campeón con bastante talento para el fútbol, aunque tardé un tiempo en hacerlos darse cuenta de que si hasta ahora no había llegado a jugar en primera, no llegaría nunca a ser el próximo “balón de oro”. Supongo que mis viejos esperaban que yo fuera una estrella, o tuviera mucha plata, ya que el estudio de las ciencias no se me daba ni por si acaso. Pensarían que cualquier cosa siempre es mejor que ser un posible músico fracasado que termina dando clases a un grupo de adolescentes energúmenos en cualquier escuela secundaria de la ciudad. Digamos que para mis padres eso de la música y las bellas artes era algo igual a rascarse los huevos. Pero como de todos modos me gustaba el fútbol, ese verano tomé la decisión de complacer a mis apenados padres.
Recuerdo que cuando era niño siempre iba con mis hermanos mayores a jugar a la placita. Por lo general ahí en el barrio, los grandes no me incluían en sus cosas ni en sus juegos, a no ser que fuera para jugar algún partidito. Yo siempre de delantero, el capo de todos los capos, el sueño del pibe, el amado por las doncellas, odiado por los padres ajenos, admirado por los rivales y por los compañeros. Así lo sentía yo, pero llegaba a casa y mi imperio se derrumbaba de a poquito. Los grandes no me dejaban ir con ellos en sus “aventuras”, se callaban cuando yo me acercaba y hablaban de ciertas cosas, “Rajá de acá”, me decía Ricardo, “Estas charlas no son cosas para vos. Rajá o mamá se va a enterar de lo del otro día”, o “No, no podes venir y ya no molestés, qué denso que te estás poniendo”, me decía el otro, el mayor. Tengo la intuición de que ciertas aventuras implicaban cosas prohibidas, o por lo menos cosas que yo creía prohibidas y malignas, como sustancias o eso de “verle la cara a dios” como se nos había hecho costumbre decir en esos días, por no decir “cojer”, que de todos modos igualito se entendía a qué se referían, y no era para nada como un lenguaje en código, qué sé yo, tonto yo no era, así que sabía siempre de qué hablaban.
También recuerdo que con ellos a veces iba un chico que no supe en ese momento si era realmente de ahí del barrio o qué. Un colorado medio gordito, robusto, alto. Me llamó mucho la atención el color de su cabello, un rojo cobre, como sólo los dioses o los héroes griegos pueden tenerlo. Un toque tímido. Me parecía que escondía algo. Miraba mucho, con una mirada penetrante, como queriendo descubrir algo, un no sé qué. Me corría un poco esa mirada, me sentía descubierto. Sin embargo, en esa contemplación descubría un guiño de ojo, algo común, un lazo de aguas profundas, y a diferencia de los demás chicos de su edad y de la mía, él me caía bien. Nunca cruzamos palabra. Era mi preferido de entre todos esos muchachos inentendibles. Sin querer me encontré a mí mismo siguiéndolo, buscándolo con la mirada, pendiente de qué hacía y qué no hacía, si aparecía o no aparecía. Me parecía que era un chico muy solo. En el fondo creo que él intuía que yo también era un niño muy solo. Eso pensaba yo.
Aquella vacación de hace más de diez años me preparaba para pasar mis días de olvidada gloria dentro de las cuatro paredes de un complejo deportivo que albergaba en su interior a más almas en pena de rostros juveniles despojados de todo interés existencial, que espíritus alegres borrachos de ambición con la idea fija de “llevarse el mundo por delante”.
Tal vez porque en ese momento la mayoría de nosotros ya presentíamos que el mundo era algo que estaba ahí, en algún lugar fuera del mundo, albergándonos y devorándonos simultánea e indistintamente. Cuando muriéramos, el mundo seguiría ahí, indiferente, con o sin nosotros. Algo de este pesimismo romántico entreví en los ojos oscuros del pelirrojo de la voz aflautada.
Los días de aquel verano pasaron sin muchas sorpresas. Yo todos los días iba a jugar, y todos los días me convencía más y más de que el deporte era sólo un pasatiempo. Un pasatiempo que me hacía feliz y que me brindaba días de tregua familiar. Los días se pasaban con la tranquilidad y monotonía de gotas de lluvia. Había terminado con mi novia hacía unos meses, nunca me quedó claro por qué. Sólo sé que de un momento para otro nos habíamos dejado. Eso no me generaba demasiado conflicto. Hacía algún tiempo que yo ya no quería nada. Siempre me pasaba que terminaba envuelto en una relación que en el fondo no había elegido. Nunca había estado con alguien con quien realmente quisiera estar, fuera quien fuera esa persona. Yo simplemente “aceptaba”, y luego un poco me arrepentía. Lugares transitorios, personas de transición. Pero esa última semana, hacia el fin del verano, apareciste vos, Javier, con tu hermosa figura, tus manos delicadas, tu voz ronca, tus gustos extraños y todo un mundo nuevo en la cabeza. Dos mundos que chocaron y que con el tiempo colapsaron hasta hacerse pedazos, lentamente. Tu llegada me abrió la posibilidad de nuevas sensaciones, y por el sólo hecho de ser así, ha valido la pena que me causó tu posterior partida, o abandono, no sé.
Te había visto un par de veces en el club. Vos ibas a la piscina, ibas a nadar. Un punto más entre tantos otros puntos moviéndose armónicamente entre el caos del agua.

V - Tenía tal quilombo en la cabeza que no entendía nada y cada vez que lo veía era como un rescate. Estaba estudiando en la facu de medicina con muchos altibajos, venía de bardo en bardo. Un domingo vinieron mis viejos a ver qué estaba haciendo. En ese momento se pensaban que era un drogadicto perdido. Vinieron y en casa estaba un flaco que había conocido la noche anterior en una fiesta, había olor a cuerpos, a pija y semen. Estábamos tomando mate y cayeron, habrán estado 10 minutos como mucho, no se lo bancaron. Yo igual no les pedía nada, me las arreglaba solo haciendo guardias. Pero en ese momento estaba en cualquiera, una pastilla para aguantar la guardia, y después seguir despierto para la facu. En medio de ese bardo lo de nadar me lo tomaba en serio, nadar era el escape perfecto, ahí me limpiaba la cabeza. Nadaba un rato y cuando salía del agua mis pensamientos quedaban flotando en la pileta. El agua caliente choca en mi piel y ahí está ese pendejo, bajo la lluvia, lo veo y me paso jabón por el cuerpo, rogando que sean sus manos, fuertes, grandes, lo imagino dándome vuelta, apretándome contra la pared. Miro sus manos, él de espaldas, tocando su cuerpo, el pelo, y yo sabiendo que me puedo ligar la paliza de mi vida, pero mis ojos no pueden apartarse de su cola dura como un durazno. Se da vuelta y tengo mis ojos clavados en su entrepierna, me mira sorprendido, cruzo rápido a su ducha y lo empiezo a besar y tocar. Fue su primera vez, yo me di cuenta y me sentía un violador de menores, pero luego de cruzarme y empezar a acariciarlo se dejó ir, dejó que lo recorriese, como si fuera el agua la que acariciaba su pecho, la que besaba sus labios.
Después de eso no me miró más. No me saludaba, nada, y yo pensé que todo había quedado ahí. Que sea una poesía escrita en la arena, despertarse al otro día sin huellas, algo que se quema en segundos y ya no existe. Estaba concentrándome en mi vida, entender qué quería para mí y César pasó a un segundo plano, sólo lo saludaba con un movimiento de mi mano derecha y mi cabeza, un “hola” y nada más. Hasta que un día me paró y me dio su número, tenía la cara dura, como confesando algo vergonzoso. Yo no podía dejar de pensar que eso me causaba placer. A la semana fuimos a un bar a tomar algo y después a casa. Yo estaba perdido por él, la fuerza que tenía, no fuerza de atropellarse, fuerza de energía que emanaba como si estuviera en plena búsqueda con su cuerpo. Quería domarlo como a un potrillo.

VI - En esa época había empezado a pensar, a sentir cosas que no comprendía bien. No tuve miedo. Algo de incertidumbre sí. A veces miraba a chicos y me encontraba pensando o imaginando cómo sería estar con ellos, me gustaba fantasear, pero no me animaba. Y yo no te habría visto jamás si no me hubieras encontrado vos a mí, otra vez con tu mirada que ahora era diferente. No te reconocí al principio cuando me miraste, la primera vez que me di cuenta que me mirabas. Un día te acercaste, me hablaste, que me conocías de cuando éramos niños, dijiste. Dudé, dudé de en qué podrías estar deseando, o capaz era que yo ansiaba que vos desearas. Al principio pensé que estabas inventando todo. Un pretexto o algo así. Me dije que no tenía nada que perder, pensando en el mejor consejo que una vez me diera alguien “Vos siempre decí que sí, probá de todo, si después no te gusta, no lo hacés más”. Habían pasado varios años, cómo me iba a acordar, tan niños éramos. No te recordaba bien. Y aquella tarde, cuando sucedió todo la primera vez, me acordé. De vos me acordé. Por eso me animé a dejarte después, ya lo sé, muy tímidamente, un papel con mi número de teléfono. Para mí era como asumir algo vergonzoso. Tanto me gustó que fue incluso mejor a como me lo había imaginado, y cada vez más me gustaba, me gustabas. No había nada, nada, como tu cuerpo, tu vos entero. Me enamoré como un loco, sí, pero es ya lo sabés.

VII - Nos seguimos viendo cada una o dos semanas. Yo pensaba en él, en su cuerpo, en sus boludeces de pendejo, porque era un pendejo, uno con sus quilombos también. Él estaba arrancando a vivir, todavía vivía con los viejos y sus dos hermanos mayores que conocía del barrio. Nos queríamos a nuestra forma. ¿Cómo explicarlo? Él venía y me contaba sus cosas y yo lo comía a besos, el cerraba sus ojos mientras lo tocaba y se ponía como loco, nos calentábamos mucho juntos, y nos queríamos mucho. Yo le daba libros, música; él me daba su energía, su lujuria, consumía la vida de golpe. Y así y todo, con lo desparejo, nos seguimos viendo y yo sentía que crecíamos los dos. No era crecer, era conocernos a nosotros mismos, profundizarnos. Yo tenía alguna que otra historia por ahí, cosas pasajeras que se cortaron después de lo de mi viejo. En ese momento estaba un poco paralizado y él se convirtió en mi bastón, fue más o menos al año de conocernos. A mi viejo le agarró cáncer. Lo primero que pensé fue en nada, viejo de mierda, no te tengo aprecio ni rencor, andate cuando gustes. Parecerá fuerte pero siempre fue un tipo que no quiso estar en mi lugar, siempre le di vergüenza. A medida que pasaron los días lo que sentía fue cambiando. Cuando la muerte es lenta te da más tiempo para pensar. Un día lo fui a ver, entré a la habitación y fue lo mismo que ver a un desconocido, él con su coraza de mierda, con sus reglas, lo que está bien, lo que está mal. No se animó a decirme nada, ni a discutir conmigo. Estaba más flaco, estaba consumiéndose como una vela, pero tampoco bajó la guardia, no supo pedirme perdón por todo lo que me basureó en su vida, ni entenderme. La segunda vez que fui ya estaba en las últimas, después el cementerio y a otra cosa. Así pensaba que sucedían las cosas. Pero no fue fácil, me había agarrado una bronca también conmigo mismo, no quería ver a nadie, sólo a César. El fue mi compañero, mi bastón. Ese apoyo mutuo nos mantenía unidos. Después salí del enrosque. Parecerá raro pero desde ahí más o menos empezó a flotar todo de a poco. Me acuerdo del río, del agua corriendo, igual que la que tengo en frente ahora, de él, apoyado arriba mío, y yo leyendo, acariciando su pelo nos leía los cuentos de Conti.

VIII - Mi error fue hacértelo saber. Tendría que haberme negado a tus preguntas insidiosas “Me amás, me amás”. Estoy seguro de que te amé, capaz nunca lo volví a hacer con tanta intensidad. Pero no estaba seguro de nada más. Porque, Javier, cuando tu viejo se murió, unos días después del entierro, ¿te acordás?, algo cambió en vos. Y yo lo notaba, cómo no notarlo. Algo se quebró dentro tuyo. Y me daba mucha pena que no estuvieras triste. Sentía pena, sí, pena por vos, porque no parecías sentir nada. Luego vino el último viaje al río, ese río tan azul, como los ríos de mis sueños. Un viaje a veces olvidado en algún lugar de la memoria. ¿Te acordás que fuimos a pescar esa vez? Luego nos tendimos al sol, los dos. Me sentía inmensamente feliz. Pero la felicidad son instantes, nada más. En el camino de vuelta, yo iba pensando en toda la cadena de cosas que nos habían traído hasta ese punto, hasta ese momento. Cuando llegamos a la cabaña y leímos ese libro “Con otra gente”- con otra gente era con quien también quería estar-, y luego nos acostamos, siempre tan abrazados, deseándonos y queriéndonos tanto, y luego a la mañana siguiente cuando me desperté, yo ya lo sabía. Te miré mientras parecías dormir, no sé si realmente dormías, a veces creo que me leías como a un libro abierto. Recuerdo haber pensado entonces “¿esto es todo? ¿Todos los días lo mismo? ¿Siempre vos con vos mismo? El amor debe ser algo más que esto”, pensé. “Tiene que ser algo más que esto”.

IX - Al año siguiente nos dejamos de ver. César no podía ser solo mío. Era joven, hermoso, y atraía la mirada de todos. Él también quería experimentar. Nos desfasamos. Yo me fui fuera de la ciudad. Somos dos historias que estaban unidas y de pronto se expandieron hacia nuevas tierras. Y ahora me atraviesa este deseo de que me recuerdes, aunque sea un rato, de que me veas reflejado en algún espejo.

X - Me di cuenta de que yo ya me había ido de la relación antes de irme. No lo pude soportar, no podía soportarlo. Era inevitable, jamás, jamás, podría haber sido sólo para vos. Y jamás lo sería. Yo nunca te pedí imposibles, ni amor eterno, ni amor exclusivo. Eso no existe y jamás te lo podría haber dado tampoco. Pero vos querías eso, y yo no podía. Vos sabías que yo iba perdiendo el interés, siempre fui así. Por eso creo que me dejaste ir. Vos ya sabías. El tiempo lo arrasa casi todo, y no vale pedirnos perdón por nada, y después de todo sólo queda ese agujero negro, ese, el que se chupa todo, para nunca reencontrar aquello que se traga.

Claudia Pascual Parada (Cesar)

Pablo Pesco (Javier)